La brecha by Toti Martínez de Lezea

La brecha by Toti Martínez de Lezea

autor:Toti Martínez de Lezea [Martínez de Lezea, Toti]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2005-12-31T16:00:00+00:00


1 DE SEPTIEMBRE DE 1813

Los despertó la voz del pregonero del Ayuntamiento y se asomaron a la ventana. El alcalde Bengoechea hacía saber a sus conciudadanos que los vencedores de la contienda autorizaban la salida de los civiles de San Sebastián.

—Maritxu…

Joaquín la zarandeó con suavidad y ella abrió los ojos. Tenía la cara deforme por la hinchazón y los labios secos.

—Dejan que nos marchemos de la ciudad.

—Mi hija…

—La tiene usted aquí, a su lado.

La mujer hizo un esfuerzo y giró la cabeza. Marina continuaba en idéntica posición, encogida en postura fetal y envuelta en la manta; respiraba con dificultad y tenía la frente cubierta de sudor.

—¡Hay que llevarla a un médico! —exclamó sin fuerzas.

—Lo haremos, pero tenemos que salir de aquí antes de que cambien de opinión. No resistiríamos otra noche parecida.

Entre Galerdi y él retiraron los arcones que taponaban la puerta y buscaron algo para vestirse ellos y las mujeres. No había nada. Arcones y baúles de ropa estaban vacíos. Sólo encontraron, tirado en una esquina de la cocina, un gabán sucio y arrugado.

—Deje que la ayude…

Sentada en la cama y medio tapada con la colcha, Maritxu trató de ponerse el gabán de su marido, pero no podía mover un músculo. La paliza había sido tan brutal que el menor movimiento le producía un intenso dolor. Aun así, intentaba mantener su dignidad y rechazó la ayuda de Joaquín.

—Daos prisa —apremió Galerdi, que había cogido a Marina en brazos—. Tenemos que marcharnos.

—No se preocupe, señora Maritxu. Todo saldrá bien.

Con mucho cuidado para no lastimarla más de lo necesario, Joaquín introdujo por una manga del gabán el brazo derecho de la mujer y luego el izquierdo por la otra, se lo abotonó y le calzó unas zapatillas de noche, olvidadas al lado de la mesilla por los saqueadores. Después, la ayudó a ponerse en pie y la sujetó para que no se cayera.

—Hay una escopeta en el cuarto de Josefa, debajo de la cama —musitó Maritxu al pasar por delante de la cocina.

—Olvídese de ella. No nos permitirán sacarla.

Gruesos nubarrones cubrían el cielo y una oleada de calor húmedo los recibió al salir a la calle. Estaba repleta de muebles y objetos rotos, prendas de vestir, zapatos, botellas y cascotes de vidrio e inmundicias; el hedor a orines y excrementos era insoportable y había manchas de sangre sobre el empedrado, aunque no vieron ningún cadáver. Avanzaron despacio por la calle Mayor, uniéndose en su recorrido a otras personas que se dirigían hacia la Puerta de Tierra y presentaban su mismo aspecto desamparado: mujeres en camisa de noche; hombres, como Joaquín y su amigo, vestidos únicamente con taleguillas o pantalones hechos jirones; los había desnudos completamente, ancianas cubiertas con trozos de cortina, niños que buscaban a sus padres y padres que buscaban a sus hijos. Desfilaron en silencio ante sus verdugos, las miradas perdidas, los ojos enrojecidos, y abandonaron San Sebastián en dirección al barrio del Antiguo cruzando el arenal sin que ni uno de ellos volviera la vista atrás.

Maritxu, su hija y los dos hombres llegaron a Zubieta al caer la tarde.



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